Santo Domingo, RD.
Para el año 1984, el gobierno de Salvador Jorge Blanco enfrentaba una aguda crisis económica bajo un contexto de grandes desmanes de corrupción de altos funcionarios de su gabinete.
Para tratar de superar aquella situación, acudió al Fondo Monetario Internacional, el cual le pidió imponer en la sociedad dominicana una serie de “medidas de ajuste”, que pasaban por incrementar los precios de la canasta básica, reducir los empleos públicos y recortar el presupuesto destinado a la inversión social, políticas que afectaban en primera línea a los más pobres.
Aprovechando el asueto de Semana Santa de aquel año, Salvador Jorge Blanco aplicó su paquete neoliberal, lo que fue conocido como el “palo acechao’”. El pueblo que se creía gobernado por demócratas, fue sorprendido por estas políticas y se tiró a las calles en protesta por el alza en el costo de la vida. Todo inició en el barrio de Capotillo y luego se extendió por toda la geografía nacional. Los días 23, el 24 y el 25 de abril, en numerosas localidades de la parte norte de la ciudad capital y del interior del país, la indignación de la gente ante aquel engaño, encendió a los territorios más empobrecidos del país.
El poder político acudió al poder militar, y asaltaron las calles, tomadas por unidades de las Tropas Especiales de la Policía Nacional y de la unidad élite anti-subversiva del ejército, los Cazadores de Constanza, herederos de los temibles Cocuyos de la Cordillera, una de las fuerzas especiales más sanguinarias de la dictadura, a cargo de Petán Trujillo. La consigna era clara: controlar las protestas al precio que fuese necesario. El resultado fue centenares de dominicanos masacrados en las calles, casi todos de orígenes muy humildes. Muchos de ellos eran desaparecidos o torturados en los cuarteles, con el apoyo de bandas paramilitares.
¡Vaya paradoja! Los perredeístas de 1984, algunos perseguidos durante los doce años del balaguerismo, se convertían así en verdugos del pueblo que los ayudó a llegar al poder. Nuevamente, las clases dirigentes imponían sus propios intereses por encima del bien común, en una tradición antidemocrática que se ha extendido hasta nuestros días en la cultura política dominicana.
Igual que el primer grito de Capotillo, que inició la guerra de Restauración en 1863, el de 1984 fue una manifestación rotunda desde sus territorios de más miserias, pidiendo democracia económica y justicia social ante una élite dirigente que había traicionado el mandato del pueblo para mejorar la vida en República Dominicana.
Por Jorge Castillo